top of page

2 x 1

Foto del escritor: FutbolíricasFutbolíricas

(Por Sabrina Marchese)



Ilustración: Jeremías Barandica



Cual aparición daltónica. Cual mutación de la identidad. El de la mochila del Hombre araña. El de la valijita de Batman. El esfuerzo de los padres para identificar quién era Amadeo y quién era Rafael les resultaba agotador. Es que nada diferenció nunca a los gemelos Blanco. Ni la voz ni la manera de caminar ni la mirada ni los lunares ni la letra ni la forma de saborear las costillitas del asado.


Resultaba tan difícil distinguirlos que desde que eran bebés llevaban una cintita diferente en la muñeca para que no se confundieran ni al bañarlos.


La niñez los fue encontrando calcados en todos los aspectos. Hasta que comenzaron a jugar al fútbol. A los siete empezaron la escuelita y la relación con la pelota fue diametralmente opuesta. Amadeo parecía haber nacido con la redonda pegada al pie, la pisaba como si fuera una prolongación de su misma anatomía. Rafael, en cambio, tenía una mayor contemplación del juego, pero no la facilidad de su otro yo.


Así vivieron su infancia, entre pelotazos que les daban un sello identitario. En el único reducto en que eran individuos independientes el uno del otro. Donde los reconocían aún con la misma camiseta.


Y también de esa manera llegó su adolescencia. Las salidas, los exámenes y todas esas situaciones en las que el devenir de los hechos los tentaba a decir que eran “el otro”. Sus amigos siempre los desafiaban para que cambiaran de curso o al invitar a alguien al cine. Empero, los gemelos se mantenían estoicos ante los tramposos retos de sus pares.


Esas chicanas llegaban hasta la línea de cal, a esa república de césped donde cada uno tenía un pasaporte con la foto de sus piernas y nadie instigaba a que fuera de otra manera. Ahí, Amadeo era el 10 indiscutido, el virtuoso, el distinto. Rafael era un 5 promedio, con voz de mando, entrega y una leve rusticidad.


Al llegar a primera, ambos fueron convocados. La titularidad de Amadeo era innegable y Rafa hacía banco de vez en cuando. Era lógico y ninguno de los dos lo padecía. Disfrutaban de las victorias del Fraile y se acompañaban en la comunión de cada fin de semana con vísperas al partido. Su primer campeonato en la máxima categoría del fútbol mendocino encontró dulce al equipo y el protagonismo de la dupla gemelar fue tomando cariz de leyenda. Sin embargo, la carta ganadora era Amadeo, goleador del certamen y verdugo de las áreas y redes rivales.


Una última fecha.


Una definición del torneo por delante.


Un domingo de promesas insólitas, de cábalas consagradas, de almuerzos anticipados, de caravanas a pie en todo el distrito esteño que se pintó la cara de verde, blanco y rojo y sacó a ventilar esos trapos que hacía tanto tiempo se encontraban dormidos.


Y un inconveniente. Uno grande. El eficaz artillero amaneció con un ataque gastrointestinal que no le permitía mantenerse en pie. No sabía si producto de la comida ingerida o de la ansiedad sufrida, el hecho era que Amadeo no podía agacharse ni para atarse los cordones sin sufrir un percance.


La idea obvia no tardó en reproducirse en el seno del cuerpo técnico cuando se enteraron de la mala nueva. Jorge, el DT beltranense, llegó al domicilio de los Blanco y encerró a los hermanos en el dormitorio donde el crack se encontraba acostado. Desde afuera, madre y padre escuchaban que el volumen de los intercambios iba elevándose. De repente, silencio.


Papelitos, bombos y la más variopinta de las expresiones ‘fobaleras’ transformaron la previa del partido en una verdadera fiesta en el estadio (casualmente llamado) Rafael Alonso. El Fraile a la cancha y su hinchada imaginándose dando una vuelta, con la gloria en el pecho fruto de las conquistas de Amadeo.

El equipo se paró más retrasado y, si bien llamó la atención, la efervescencia en las gradas era total. El encuentro se tornó de ida y vuelta y, ante la primera clara que tuvo el delantero estrella, la pifió tirándola a la tribuna. Y pasó algo similar en la segunda ocasión, y se repitió una tercera y cuarta. La paridad en cero luego de los primeros 45 minutos desencantó mínimamente a los entusiastas locales, que se enteraron por la transmisión radial que en el otro partido definitorio de tabla, la Academia, que peleaba el campeonato, estaba perdiendo 2 a 0.


Cuando promediaba el primer cuarto del segundo tiempo, un pase en profundidad del rusito Colinsky dejó al 10 solo frente al arco, como tantas veces había quedado, para convertir con una gambeta poética o con la vehemencia de su zurda encendida. Pero lejos de certificar la calidad acostumbrada, el gemelo corrió y, antes de patear, quedó petrificado frente al balón y, cual William Wallace en Corazón Valiente, gritó desaforado mirando a los cuatro puntos cardinales “¡¡soy Rafaeeeeel!!”. El estadio enmudeció.

Jorge no supo qué hacer y fue a hablar con el árbitro. Se excusó diciendo que se equivocaron al escribir la nómina. La intachable trayectoria del técnico le jugó a favor y los cuatro jueces le creyeron. La consigna táctica a sus dirigidos fue una prédica elemental: “Aguanten”. Rafael sintió más seguridad que impotencia, tomó su posición habitual en el esquema y empezó a repartir pierna fuerte como delivery en pandemia.


El festejo fue inminente al igual que la obtención del título.


Amadeo volvió al ruedo, retornó su brillo y sus gritos de gol se replicaron en otros clubes de Argentina consagrándose como un delantero letal.


Rafael continuó como director técnico. Con un sello querido por algunos, denostado por otros, pero con una ética admirada por todos.


Una promo que el fútbol celebra, la de los gemelos Blanco: donde el orden de los factores no altera el producto.



0 comentarios

Comments


bottom of page