(Por Déborah Puebla)
Querido amigo:
Gracias. Sí, arranco agradeciendo todo lo que hiciste por mí. Pasaron muchos años de tu último baile y aún así, mi corazón guarda pedazos de sol, pasto y fútbol. La complicidad que teníamos era única y entendías a la perfección cada jugada, antes de que ocurriese.
Tarde de domingo, momento perfecto para conocer a quien me enseñó el don de la amistad. Compañero ideal, el del pase preciso en el momento justo, ni antes ni después. Cuando llegaste a casa, mi vieja te agarró con fuerza y te besó, como ese ritual previo a un tiro libre.
Con el paso del tiempo me volví dependiente de tu posición. Me enganché entre juegos, gambetas y caños que inventábamos en el patio de la casa.
Manejabas el ritmo. Lo real fue mejor que lo perfecto. Generoso para decidir y eterno para amar.
Cuando me tocó dejar el nido volvía cada tanto a verte; nuestra dupla era inseparable.
Cuando podías, te desmarcabas escapando hacía la libertad pero siempre regresabas.
Éste fue tu hogar, donde se forjó tu sentido de pertenencia. Te vi crecer, dar tus primeros pasos. Caer y levantarte, miles de veces. Pero también, hacerte grande entre galácticos y reyes, en terrenos inundados de gloria.
Presencié cómo el mundo se arrodillaba ante tu arte. Nadie pudo escapar del magnetismo. Tocabas la vida de los demás con sola una jugada. Tiempo inmortalizado en las retinas de aquellos que te nombraron.
Los que más saben dicen que un “cambio de frente” puede cambiar el destino de 90 minutos planificados y estudiados. Eso es justamente lo que nos pasó.
Ay amigo mío, si supieras cuántas veces intenté sacar con mis propias manos ese dolor que llevabas por dentro. Tenía un diploma en la pared pero su voz entre cortada era la de un niño con el corazón roto: “Es muy difícil que sobreviva a la operación”.
La esperanza de volver a verte feliz me llevó a tomar la peor de las decisiones, pero tu corazón nos regaló 48 horas. Ahí estabas deslumbrando en una baldosa como el mejor de todos, como el mismo de siempre.
Negra, fría y oscura. Así fue la muerte, tu muerte. Te llamé a gritos mientras sacudía tu cuerpo ya sin alma. “Despertate por favor, despertate”. Llegó tu hora, no había nada más que hacer. Nos quedamos tirados en el piso por varias horas.
Los dioses te recibieron con los brazos abiertos, de eso no tengo dudas. Sos de esos seres extraños al que llaman “el mejor amigo del hombre” y de los que en algunas películas dicen que todos los de tu clase van al cielo.
“Te vamos a poner Román, por Riquelme”, dijo mi vieja levantándote como la más preciada de las copas. Fue una de las mejores decisiones de su vida. Él merecía ese homenaje, y vos también.
Nos volveremos a ver, algún día. Mientras tanto, seguí desplegando magia que el cielo tiene una estrella para vos.
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