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El hombre del traje negro

Foto del escritor: FutbolíricasFutbolíricas

(Por Laura López)


Sigiloso, desconfiado, distante. ¿Atractivo? Quizás. Nadie sabía nada de él cuando llegó y nadie supo nada de él cuando se fue. De hecho, ni siquiera recuerdo su nombre porque desde un primer momento lo llamamos “el hombre del traje negro” y fueron muy pocos los que realmente se animaron a dirigirse a él.


Ese traje tenía mil años y, sin duda, mil historias. El problema es que no alcanzamos a conocerlas porque, así como llegó, se fue.


¿De las cosas más raras que viví en el club desde que soy utilero? No. Pero algunos llegaron a creer que era una especie de “ángel” y, la verdad, tampoco puedo demostrar lo contrario.


El equipo era un desastre. No sólo en la tabla, en la que merecidamente ocupábamos el último puesto, sino también en la cancha. Los pibes no daban pie con bola; era difícil contar tres pases seguidos y los partidos se hacían interminables. Todas las semanas, los referentes se quejaban de algún dolor nuevo: el orgullo les dolía y, a nosotros, los de afuera, los ojos.


Era un momento de transición, se entendía, pero no podíamos dejar de pensar en la otra tabla que nos auguraba pocos meses de vida en la categoría.


¿Barajar y dar de nuevo? Podía ser, para alivianar un poco la economía, hacer limpieza y encarar un proyecto serio que nos permitiera olvidar la crisis institucional por la que estábamos atravesando.

Para los que llevábamos varios años en el club, la idea de descender nos parecía una locura.


Conocíamos la hazaña de esos equipos que habían perdido hasta dos categorías y las habían recuperado en poco tiempo. Pero también sabíamos que eran los menos.


Recordando aquellos no tan lejanos años dorados era difícil no sentir ese nudo en el pecho. No; sin dudas, descender no era una opción para nosotros.


Para el técnico parece que tampoco, porque cinco meses después de asumir pegó el portazo y se fue, dejando todo igual o peor que a su llegada. Un 3–2 en contra, de visitante, había sido su mejor resultado. Una hora le alcanzó para guardar todas sus pertenencias, despedirse del grupo y marcharse. A los pocos días ya estaba dirigiendo en otro club. Sin rencores, me caía bien. Tipo humilde, laburador, buen cebador de mates.


El fútbol es así, cuando no quiere entrar, no entra.


Las siguientes dos semanas el equipo estuvo a cargo del entrenador de Reserva. Hombre de la casa, lloraba cada vez que terminaba una práctica. Literal. Lógicamente perdimos los dos partidos que jugamos.


Mientras tanto, la prensa sacaba de la galera nuevos nombres todos los días, algunos de ellos muy alejados del presupuesto. Pero un día, cuando nadie lo esperaba, llegó él.


El vice apareció temprano esa mañana. Dio un par de órdenes y se fue hasta la entrada del predio. Daba vueltas y gesticulaba al tiempo que hablaba por teléfono, mientras un auto negro recibía su visto bueno para entrar.


Se bajó un hombre que medía como dos metros. Estaba todo vestido de negro y, obviamente, llamaba la atención.


El otro utilero y el canchero se miraron entre sí y levantaron las cejas; me buscaron con la mirada pero simulé no verlos. Sabía que querían respuestas, y yo no las tenía.


Aquel llamativo y misterioso hombre invadió el vestuario con su presencia. Saludó cordialmente, dijo lo justo y necesario y se puso a trabajar. Era el nuevo DT.


—¿Vos lo conocés de algún lado? –me preguntó Cacho en voz baja, con tono de detective.


—La verdad que no me suena, che. ¿Cómo dijo que se llamaba?–. Si lo dijo, no lo escuchamos.


No parecía “del palo”. ¿De dónde había salido? La dirigencia era de hacer este tipo de apuestas, pero esto ya era demasiado.


Quedaban cuatro meses y necesitábamos un verdadero milagro. De todas maneras, poco importaba si le teníamos fe o no: el tipo era nuestra única esperanza.


Mientras nosotros sacábamos conclusiones y cuentas, él comenzó a trabajar en silencio. Ya hasta bronca nos daba su supuesta indiferencia ante nuestro evidente desconsuelo. Hicimos de todo para que nos notara, pero el flaco estaba sumido en su propio mundo, ajeno a cualquier realidad que lo rodeara y con una única posibilidad de pensamiento.


La “banda” llegó arrastrando los pies, como solía suceder en el último tiempo. Al verlo, hubo caras de desconcierto. Incluso algunos no pudieron ocultar el malestar ante una situación que parecía ir de mal en peor.


Pero él, con su gastado pero imponente traje negro, los hipnotizó. Fue increíble ver lo que pasó ante nuestros ojos: con dos palabras se los metió en el bolsillo.


Los pibes empezaron a correr como nunca... Se reían, pateaban al arco ¡y la metían! Insólito.

Perdón si resumo demasiado. Con el tiempo se me fueron borrando algunos detalles de aquellos momentos y hasta sigo preguntándome si muchos de ellos realmente pasaron.



Ilustración: Violeta Barandica


El primer partido llegó rápido: había un evidente cambio de actitud. No es por exagerar, lo juro, pero una semana después de haber estado llorando por el inevitable descenso, éramos capaces de ganarle al Barcelona de Pep.


Claramente el ánimo no alcanzó y nos volvimos de La Plata con las manos vacías. A un técnico que debuta tampoco le podemos pedir que haga magia. Dolió el golpe, no vamos a mentir, pero en la cancha se vio otra cosa y eso ya nos alentaba a creer.


Milagrosamente, los de abajo también perdieron todos. No es que estuviéramos pendientes y con la calculadora en la mano… aunque sí, lo estábamos.


La semana siguiente se entrenó con la misma intensidad, sin caras largas ni lesiones de esas difíciles de creer. Él hablaba poco, pero evidentemente decía mucho. No me pregunten cómo, pero los tenía contentos, motivados, con hambre. Parecían niños tratando de impresionar a sus padres, las hacían todas.


Los dirigentes mantuvieron el secreto de aquel hombre misterioso bajo llave, mientras nosotros nos mordíamos las uñas para no hacer preguntas que, ante la situación, se suponían innecesarias, incapaces de sumar.


Segundo partido, en casa: tres mil pelagatos metimos, los de siempre. Y qué bueno que fueron porque, lo que vimos allí, después sería muy difícil de explicar. Rotundo 3 a 0 que no fue más porque el arquero de ellos estuvo inspiradísimo.


La fiesta, la sonrisa, la esperanza… Todo parecía volver a su lugar. No era momento de cantar victoria pero, entre tantas pálidas, un poco de euforia no venía nada mal.


Él, la palabra más esperada, el hombre más buscado, el héroe de la jornada, desapareció apenas el árbitro consumó el resultado. Nosotros, sinceramente ni lo notamos.


La semana siguiente (y la otra y la otra también) fue una locura. Los pibes eran Messi, Iniesta y Xavi, todos juntos y a la vez. Imparables.


De yapa, los otros seguían dejando puntos en el camino y nosotros, de a poco, íbamos olvidándonos de la zona roja. No solo eso, también nos fuimos creyendo que podíamos pensar en algo más. ¿Por qué no? Con este DT parecía imposible perder.


Les ganamos a dos de los grandes (a uno lo goleamos), a los que nos peleaban mano a mano; incluso nos quedamos con el clásico. El propósito estaba claramente cumplido y superado, pero ya soñábamos con la estrella y la Copa, qué querés que te diga.


El hombre del traje negro había capturado la atención de los medios y cada vez se hacía más difícil esconderlo. Nosotros estábamos en otra, con la situación totalmente naturalizada, aunque entendíamos que normal, lo que se dice normal, no era.


No me pregunten cómo, pero se las rebuscó para llamar la atención y pasar desapercibido al mismo tiempo. Cuatro meses se fueron volando y tocó cerrar de local, ya sin chances para campeonar pero con el orgullo en lo más alto. Era hazaña, sin dudas.


Esa tarde la hinchada copó el templo: como aquel día del ascenso, como aquella primera vez en la Copa, como en el clásico local veraniego. El partido fue lo de menos. Hubo ovación hasta para nosotros los utileros.


El equipo se fue al vestuario perdiendo 1 a 0, y salió a jugar el segundo tiempo como si se hubiera tratado de la final del mundo ante Alemania. La actitud irreverente de los muchachos hizo que nadie notara una importante ausencia.


Ni él ni su traje estaban en el banco. No sé si fui el primero en darme cuenta, pero el descubrimiento hizo que un escalofrío me recorriera todo el cuerpo. Revisé con la mirada cada sector del estadio, ése que conocía mejor que nadie, pero no lo encontré. Ni yo, ni nadie.


Ganamos 2 a 1; fue uno de los momentos más hermosos que me dio el fútbol. Nos despedimos sin decir nada de aquella ya no tan misteriosa ausencia, como si hubiésemos sabido desde un principio que ese momento iba a llegar.


Tuvimos libre el domingo, y el lunes volvimos al club. Llegué primero, en el fondo esperando verlo ahí. Intenté abrir la oficina apresurado, se me cayó la llave; volví a intentar y, cuando pude dar las dos vueltas, me detuve un momento y respiré hondo.


Su perfume todavía se sentía en el aire. Y allí estaba; no él, sino su traje. Me acerqué, temeroso, como si no se tratara de una simple prenda sino de su espíritu, observándome.


Lo rodeé, miré para todos lados y, finalmente, lo toqué. Era un simple traje y a la vez no.


Nadie supo decirnos bien qué hacer con aquel desgastado pero a la vez imponente traje negro, así que lo guardamos con la esperanza de que, algún día, alguien pudiera volver a usarlo, entendiendo que era poco probable que pudiera suceder. Aunque lo imposible ya no parecía serlo.

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