(Por Déborah Puebla)
Amanece y él siempre mira al techo antes de levantarse, como si fuera un ritual de agradecimiento por un nuevo día. Se pone sus zapatos favoritos, esos que usó no hace mucho para caminar por calles llenas de gloria. La ropa le sienta bien, su pecho se infla ante una nueva jornada que lo invita a la emoción más linda.
“Buen día”, dice al saludar, y claro que es bueno. Es domingo y sabe lo que eso significa. El diario está en la puerta. “No me vengas con esa cosa de la tecnología, a mí dame siempre el papel”, comenta al abrir ese largo abanico de noticias que tanto le gusta leer. Portada principal, internacionales y luego deportes, su sección favorita.
Tantas veces fue noticia que no le importa si por ahí lo nombran en una crónica o lo usan de metáfora. Este señor (la edad se le nota hasta en la mirada) contempla el arsenal de letras que se despliega en cada página.
De pronto, sus ojos se abren furiosos como dos ventanas. Comienza a agitarse por el miedo y el pánico. El séptimo día de la semana se convierte en la peor de las pesadillas. No tiembla, pero el piso se le mueve. Mientras trata de entender el horror que pasa frente a sus ojos, corre hasta donde tiene una radio. “¡Prendete, mierda, y decime que no es verdad!”, grita una y otra y otra vez.
Si era un sueño, acabaría pronto y todo volvería a la normalidad. Se pellizcó tantas veces que le quedó un moretón en su brazo derecho. Los cuadros colgados en su casa habían desaparecido. “Ya sé, le preguntaré a Luis que es tan enfermo como yo”.
Luis era su vecino y su enemigo también, pero entre ambos había una conexión inexplicable. El destino, cosa “divina”, los unió en el mismo barrio, en la misma cuadra, en la misma vereda, separados por ocho números en sus puertas.
“Luis, perdón que te joda, pero necesito preguntarte algo”. Tipo detallista y analista era Luis. Su voz era cautivante e imponía mucho respeto. Pero ese día lo miró de una manera casi paternal, a pesar de que ambos ya tenían la edad de esos abuelos que te regalan hasta el último chocolate del último kiosco del mundo. “Tranquilo, pasá y charlamos en el comedor; te noto nervioso”.
Tenía las manos mojadas de sudor y la palidez en su rostro eran síntomas de una espantosa desesperación.
De golpe, miró detenidamente la casa de su “colega”. No había cuadros ni libros ni fotos en blanco y negro ni registros en videos. Ambos tenían la particularidad de reunirse los miércoles por la tarde, tipo 19. Día y hora ideal para encontrar la paz que necesitaban para que las anécdotas salieran de los poros de esas pieles desgastadas por el tiempo.
Ambos tenían una inteligencia muy superior al resto y hasta crearon teorías casi indiscutibles, pero muy opuestas. Era la clave de la conexión que había entre ellos.
“Luis, no encuentro el cuadro que te regalé…”, dijo con voz entrecortada mientras caminaba más lento que una tortuga aterrorizada. “¿Qué cuadro, de qué estás hablando? Mi casa es así desde siempre. No entiendo qué te sucede”, contestó Luis mirándolo como a un pobre hombre loco.
“Yo te regalé un cuadro en el ’73, con los muchachos en el piso mientras vos mirabas a la cámara posando como un monumento al fútbol…”.
Lo que viene ahora es realmente doloroso. Las palabras cortaban como un cuchillo y su mirada eran balas frías y malvadas.
Sin compasión lo dijo: “Pero hombre, ¿qué es el fútbol? Nunca escuché esa palabra”.
¿Te acordás de ese séptimo día de la semana, ese diario en la puerta y todo lo que leíste al principio? Bueno, olvidalo, borralo. Vamos de nuevo.
Esa jornada era como todas las demás, o eso al menos suponía. Nuestro hombre se levantaba a las 9, preparaba mate, saludaba a todos y se disponía a leer su sección favorita. Ese místico ritual ya no era compartido por millones personas porque… el fútbol no existe.
Pensó que era un chiste o un cuento de terror (como éste) pero es real: nuestro héroe vive en un planeta donde el fútbol no figura ni en los diccionarios ni en las noticias ni en ningún lado. Son seis letras que se borraron.
Salió como Usain Bolt de la casa de Luis para preguntarle a cada ser humano que conocía si en algún momento de sus vidas habían escuchado la palabra fútbol. Los “no sé de qué hablás” se repitieron una y otra vez.
No existe. Nadie lo conoce. Nunca se jugó. No.
Pero si no existe, ¿cómo es que nuestro protagonista lo mencionó? “Estoy seguro de que existió, que no fue solo mi imaginación. Pero tal vez sí. No puedo creer ser el único hombre en la tierra que sepa qué es el fútbol”.
Los que lo conocen dicen que por las noches, frente a un pizarrón, marcaba líneas y cruces. “Vos te movés por acá y vos por allá”. Hablaba de rivales, arengas y potrero. Él hablaba pero nadie entendía de qué.
Todo estaba en su cabeza, la teoría era pragmática y con ese “olfato” tan grande sabía exactamente lo que tenía que hacer. Su misión, si es que está dispuesto a aceptarla, es crear lo que no existe. Inventarlo.
“Pero cómo lo hago. Hoy es un presente eterno que me tiene prisionero. Es mejor salir, animarme a ver el mundo como es ahora. Alguna idea saldrá de este cerebro de doctor…”.
Diez pibes, de entre 10 y 15 años. No más de eso. Piedras colocadas tan geométricamente perfectas que la sombra les marcaba el tiempo trascurrido. Cáscaras de mandarina por todos lados. Dos estaban más separados que el resto.
En el medio, todos corrían en un desordenado baile detrás de una pelota para alcanzarla.
—“Chicos, ¿qué están haciendo?”.
—Señor, no tenemos idea pero estábamos tan aburridos que decidimos jugar a algo.
El sol se posó sobre su frente. El viento suave le quitó el molesto sudor le caía en los ojos. Miró al cielo.
“Entiendo ahora mi misión, mi destino, lo que tengo que hacer”, pensó en voz alta mientras los chicos lo miraban atónitos sin poder entender absolutamente nada.
“Si quieren, puedo guiarlos para que el juego sea efectivo. Para que, en vez de correr detrás de una pelota, se paren de tal forma que les llegue el pase de un compañero. Para que puedan aprovechar sus virtudes y minimizar sus defectos. Hay que hacer todo lo necesario para ganar”.
—¿Y qué se obtiene si hacemos todo eso?, lanzó el más pequeño de todos.
—El resultado es el fútbol.
Reunió a todos en ese playón gigante y comenzó la charla técnica, la primera de la historia. Eran las 12 del mediodía de un 16 de marzo. Era su cumpleaños y el día del nacimiento de las más terribles frustraciones y de la más hermosa de las alegrías.
Pensabas que los ingleses fueron los primeros. No. Él fue el creador. Eso es lo cierto.
Al despedirse, observó que había un bidón. “Tengan cuidado con lo que toman”, tiró en chiste haciendo delirar a esos niños.
—Señor, nunca nos dijo su nombre.
—Me llamo Carlos Salvador Bilardo.
Ilustración: Violeta Barandica
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