(Por Analía Cuccia Baidal)
Cuenta la historia que los inmigrantes, españoles e italianos, se sumaron a Racing allá a principio del siglo pasado. Que el fútbol había dejado de ser cosas de “ingleses locos”, y comenzaba a arraigarse a lo largo y ancho de nuestro país.
En mi tierra, en mi Mendoza, donde los surcos brillan con el sol reflejado en las aguas que recorren los llanos pintados con los amarillos álamos en otoño, un grupo de adolescentes en pantalones cortos pateaban esféricos hechos de cuero, tan pesados ante el patadón que la uña del dedo gordo les quedaba negra como una ciruela. Era difícil ver entonces a una chica entre ellos. Eran otras épocas pero, según dice la leyenda familiar, esos chiquilines siempre buscaban al “mejor jugador”: la Betty.
La Betty, para nada fea, tenía rizos dorados como los rayos del sol. Y se peinaba con dos chapecas para poder dar un frentazo cuando el momento lo requería.
Pese a las tradiciones de la época, que marcaban que las niñas debían prepararse para el matrimonio, como reza la canción infantil “Arroz con leche... saber coser, abrir la puerta y salir a jugar”, Betty siempre hizo esto último. Cada vez que podía, salía a jugar y no aparecía hasta el ocaso. Cuando no ganaba con el balero lo hacía con la honda sumando puntos por cada nido de paloma que bajaba. Lo más cerca de comportarse como una “niña de bien”, era cuando jugaba a la rayuela. Y para eso también era una campeona.
Vivía en una pequeña casita de adobe, con techos de tejas y ventanas verdes, en un viejo pasaje ubicado enfrente de lo que después sería “El Pato C”, una canchita famosa de Las Heras ubicada detrás del Campo Histórico El Plumerillo. Este lugar llegó a ser mítico para quienes supieron disfrutar, años después, de Femefa (Federación Mendocina de Fútbol Amateur).
Mi abuelo, “el Negro”, fue el hijo mayor de la Betty y quien se encargó de inmortalizar las hazañas de esa irreverente que, con soberbia, supo avergonzar a más de un varón defensor del equipo rival.
Betty era fuera de serie, capaz de jugar descalza para que no se le rompieran los zapatos acharolados (porque luego el reto sería inminente). Se sacaba las medias blancas de puntillas y así pisaba la tierra y alguno que otro cascote. Después, sus pies, curtidos de mugre y barro, volvían a enfundarse las blancas y delicadas medias escondiendo el partidito que había jugado con sus amigos.
Contó que ella nunca dejó de lado su cuidado personal y que, por sobre ese lado de “machona”, relucía la muñequita. Que bajo el techo de su casa era una y en El Pato C, otra.
A la cancha salía una jugadora polifuncional. En el puesto en que la pusieran, rendía. Si se ubicaba en el medio, con su destreza y habilidad transmitía confianza en la línea, habilitando con precisos pases a los pies de quienes se encargaban de atacar. Era pensante y armaba el juego milisegundos antes de concretarlo. Todo le salía a la perfección. Si se paraba en alguna de las bandas, corría tan veloz que ni tierra levantaba. Era imparable. Y si su lugar era la defensa, siempre estaba en el lugar correcto un tiempo antes que los atacantes del otro equipo, anticipando y adivinando las intenciones como una gitana.
Y algo de eso tenía, porque era descendiente de andaluces, y lo mostraba con su carácter dentro de la cancha.
Fuera del rectángulo no había igualdad en los tiempos de la Betty, pero adentro era totalmente reconocida y aceptada como jugadora, sin que se hiciera diferencia alguna entre ella y sus compañeros varones. Era tan hábil que le dieron “por derecho” funciones dentro del equipo. No conocían la cinta de capitán, sino ella lo hubiera sido por votación unánime.
Los Pateros –así bautizaron al equipo en su honor– estaban a punto de volver a consagrarse. De los 11 partidos que jugaron, ganaron 8, empataron 2 y solo perdieron 1, precisamente en el que ella estuvo ausente a causa de unas anginas.
Faltaban solo dos partidos para definir el campeonato. Los Pateros estaban igualados con los chicos de la calle Independencia, que solían ser locales en la canchita rodeada de olivos, conocidísima por convocar al gentío en cada jornada anual de Bendición de Ramos.
Inoportunamente, el fin de semana, la Betty y su familia se cambiaron de casa, a varias calles del Pato C. La mudanza implicaría su segunda ausencia en el torneo. Imperdonable para ella. Su compromiso como referente del equipo era superior a toda situación familiar. Escarparse ya no sería un trámite sencillo como el de salir a jugar. Ahora tendría que caminar una amplia distancia cruzando alguna que otra finca y cañaverales no muy seguros.
Llegado ese día, la Betty debió pensar un plan lo suficientemente bueno como para engañar y eludir el obstáculo de las costumbres de la época y las ideas familiares sobre la correcta conducta de una mujer. Y con la excusa de una tarea en grupo para el colegio pudo asistir.
Betty llegó corriendo a poco de finalizar el primer tiempo. Cambió las chapecas por una colita alta, se descalzó y se cambió los soquetes por unas medias de toalla que había sacado del cajón de su hermano.
Los Pateros estaban perdiendo 1–0 con el tercero de la tabla de posiciones. Betty se encontró con caras de resignación y derrota. Ella, por las ganas de jugar y de ganar que tenía, se puso al medio y arengó con tal fuerza y pasión que hasta lágrimas le salieron de los ojos. Luchadora por naturaleza, les habló de aquel Alumni que ganó tantos títulos como ellos. Les habló de la esencia de aquel equipo que, pese a su desaparición, se transmitió al Racing que conocían, que admiraban y del que esperaban –varios ellos– formar parte.
"Ustedes que pueden, no se dejen vencer. Van a empezar a trazar sus caminos. Por mi parte, éste es mi sueño más alto, ganar este campeonato", les dijo.
"Exacto", dijo mi abuelo. "Ganar era todo para ella. No había equipos de mujeres ni mucho menos clubes ni torneos femeninos. Para ella, lo máximo era ganar el torneo barrial con Los Pateros", contó.
Salieron a la cancha, se ubicó de centrofoward (o centro delantero) y salió con su estrategia. Esa tarde, la scorer se lució y Los Pateros terminaron dando “un pesto bárbaro”, ganando por 3 a 1, con ventaja de 2 puntos sobre el siguiente rival.
Al otro fin de semana, las expectativas se superaron. Los Pateros no solo ganaron sino que lo hicieron por goleada y humillaron a los de la calle Independencia por 4 a 0. Y, claramente, la Betty se quedó con el trofeo que el equipo mismo compró con los vueltitos de las meriendas de todo el año. Sus compañeros consideraron que se lo merecía.
"Ese trofeo aún lo conservo", sostuvo “el Negro”.
Mi bisabuela hoy cumpliría 118, los mismos años que su querido Racing.
Historia, ficción y hasta emoción de recordarme cuando iba a ver a mi tío jugar en el Femefa. Si así arrancan ya dejan la vara muuuuuuy alta... Felicitaciones!!!