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La casa de mi infancia

Foto del escritor: FutbolíricasFutbolíricas

(Por Laura López)



Ilustración: Violeta Barandica



Aquella casa que nos vio crecer guardó, durante muchos años, los más bonitos recuerdos. Mis cuatro hermanos y yo fuimos verdaderamente felices allí.


Fui la última en llegar, la más “peque”, la consentida. Sé que después de tantos varones mamá hubiera querido una “princesa”, pero bueno, no se le dio.


Mis papás compraron aquel enorme terreno con plata de una herencia y fueron construyendo de a poco hasta que lograron tener la casa de sus sueños.


Cada uno de nosotros tenía su propia habitación, pero rara vez dormíamos solos: era tradición llevarse la almohada al cuarto de al lado para compartir charlas, juegos de mesa (con El Estanciero a la cabeza) y no faltaba alguna que otra pelea.


El asado de los domingos en el quincho era una religión a la que, con los años, se fueron sumando amigos de hermanos y novias de turno, que aparecían y desaparecían y cuyos nombres casi ni recuerdo.

En el jardín había toda clase de entretenimiento: una hamaca en el árbol, la pileta, una mesa de ping pong y, por supuesto, dos arcos; además de distintos tipos de animales, desde gatos y perros hasta gallinas y conejos.


No faltaban los gritos y discusiones, pero no había nada que no se pudiera arreglar en aquella ruidosa y cálida casa, la de mi infancia.


Con abuelos de Independiente, Banfield y San Lorenzo, padres “tibios” y tíos con sobornos irresistibles, había una gran mezcla de colores entre mis hermanos. Por lo que los duelos de cada fin de semana eran casi siempre con apuestas e incluso era normal que alguna de ellas terminara a las trompadas.

Yo era hincha del que más beneficios me diera y tenía la facilidad de darme vuelta como una media. Pero había algo sagrado para mí, que no se comparaba con nada: la Selección.


Mi viejo nos contaba lo que se había vivido en el ‘78 y el más grande de mis hermanos recordaba algo del ‘86. Pero yo, que había nacido unos años después, sólo soñaba con ver a Argentina otra vez en lo más alto.


Era mi deseo cada vez que soplaba las velitas, al menos desde que tengo uso de razón.


Y ese año, el 2002, parecía ser EL año. Se jugaba lejísimos, del otro lado del planeta, con los horarios totalmente de cabeza. Pero, ¿cómo no ilusionarnos con ese equipo del Loco Bielsa?


En las Eliminatorias los pasamos a todos por arriba, clasificamos sobrados. Lo teníamos a Juampi Sorín (con las mechas, pero sin la barba), a Walter Samuel, al Pupi Zanetti. Al Cholo Simeone, al Pelado Almeyda. A Pablito Aimar, al Piojo López, a Bati, ¡al Burrito Ortega! Incluso en el banco teníamos a Burgos y a Bonano.





No hubo juntadas masivas en el quincho como en Francia ’98, por una cuestión lógica, pero la familia entera se preparó para el gran evento.


Recuerdo escuchar a todos decir que estábamos en el grupo “de la muerte”, pero eso no cabía en ninguna cabeza: éramos favoritos de acá a la China (bueno, por ahí cerca).


Para el debut, mi viejo nos hizo llorar a todos de emoción con una hermosa sorpresa: camisetas oficiales para cada uno, con números y nombres en la espalda. Yo quería la “10”, pero en casa decían que había que retirarla porque diez hay uno sólo. Me dieron la “7”; no me molestó.


La espera para el partido contra Nigeria se hizo eterna. Cerca de las dos de la mañana casi me duermo, pero cuando mis hermanos le pusieron al living un toque tribunero, la adrenalina volvió a apoderarse de mi cuerpo.


Todavía un poco ilusa, pensé que les íbamos a pasar por arriba. Pero el 1 a 0 sirvió y el gol del Bati se gritó con todas las fuerzas (incluso mi vieja, a la que no le importaba nada más que verlo a él en la cancha).


Para el duelo contra Inglaterra hubo cambio de estrategia: dormirnos temprano y levantarnos para verlo. No funcionó, nadie pegó un ojo. Y entre el sueño que teníamos y el pésimo partido de varios de los nuestros, terminar de verlo fue una tortura.


El ingreso de Aimar en el segundo tiempo nos dio ilusiones transitorias. Pero el 1 a 0 (que consiguieron gracias al penal del Spiceboy) fue definitivo. Y doloroso.


Fueron días cruciales en los que mis hermanos no paraban de putear a Bielsa, pidiéndole que pusiera a Crespo y al Bati juntos en la delantera.


Pero el Loco no les dio bola, obviamente. A los 13’ del segundo tiempo, los suecos nos empezaron a ganar 1 a 0. Es imposible explicar lo que sentí en los minutos que siguieron; o quizás el que lo vivió como yo logre entenderlo.


La casa estaba en silencio, sólo se escuchaba la voz del relator, el de siempre. Ya no se sentían ni las puteadas.


Se veía venir la catástrofe, la cara de mi viejo lo decía todo. ¿Cómo podía ser? A diez minutos del final me largué a llorar desconsoladamente; miré de reojo y todos estaban igual que yo, empapados en lágrimas de dolor, de bronca, de impotencia.


Encima el sueco lungo hijo de su madre le vino a atajar el penal al Burrito. Decí que Crespo la terminó metiendo, pero el 1 a 1 no alcanzó.


Se terminó el Mundial, un miércoles, cerca de las 6 de la mañana. Nos fuimos todos a dormir en silencio, cada uno a su cuarto, por supuesto. Todos menos mi viejo, que se quedó despierto.


Al día siguiente nos reunió a todos en el comedor para darnos una noticia drástica: la casa estaba en venta. Nadie objetó la decisión, tan dolorosa como necesaria: no podríamos recuperarnos de aquel golpe, no estando allí.


A los pocos días, aquella enorme caja de recuerdos en la que habíamos sido tan felices, desapareció de nuestras vidas para siempre. Y nunca jamás nadie volvió a hablar de ella.

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