(Por Analía Cuccia Baidal)
La maestra de la escuela Leopoldo Suárez era de esas mujeres de rostro angelical, voz suave y de las que todo pequeño encuentra, en su fantasía, como su primer amor. Le decían “La Chiquita”, madre de dos varones, de 6 y 8 años, a los que llevaba consigo para todos lados cuando su marido estaba de viaje por trabajo. Salvo los fines de semana, cuando jugaba Huracán.
Esa maestra hermosa de ojos soñadores y de guardapolvo blanco se transformaba en la líder de la Número 1, la barrabrava más “picante” de la Tierra. En cada tiro fallido de algún jugador, una mala infracción o un despeje desopilante, “La Chiquita” se transformaba en un dragón escupiendo fuego con las palabras más obscenas jamás escuchadas. Les salían desde lo más profundo de sus entrañas, y era tanta la fuerza que hacía para que la escuchara aquel al que iba dirigida la puteada que se tenía que sostener el estómago. Era tan evidente la descarga que, después de cada partido, al minuto de haber sonado el silbato, ella volvía a ser la misma ‘seño’ angelical.
A nadie le sorprendía su extraño alter ego. La querían así e incluso la preferían en la tribuna más que en las aulas, porque en aquellas escalinatas era una más de ellos. Mientras que, cuando estaba delante de un pizarrón, era de las que tomaba pruebas sorpresa cuando los pibes se mandaban alguna cagada.
Según decía, su espacio en la cancha era la platea, pegada a la tela y cerca de la salida del túnel, porque “desde la popular no me escucha el árbitro”, decía. Ese era el sector de sus tantas idas y venidas con ceño fruncido y hablando todo el tiempo. “La cancha es su lugar de terapia perfecto”, aseguraban quienes más la conocían.
Su calendario de hincha marchó bien hasta fines de mayo de 2011. El Globo debía jugar el sábado siguiente la final del Torneo del Interior contra San Jorge, en Tucumán. La hinchada había alquilado tres ómnibus para partir todos juntos en la caravana el viernes por la noche, y las expectativas eran enormes.
De soltera siempre fue parte de la comitiva pero esta vez era distinto. “La Chiquita” sentía su rol de madre de familia tironeado por el de hincha. Dos amores compatibles, pero no ese fin de semana.
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Tenía que elegir, tomar una decisión y rápido porque los micros salían en cuestión de horas. Por un lado, sentía el enorme deseo de acompañar a su equipo. Por otro, su responsabilidad; ¿qué sería de sus hijos si ella se iba y los dejaba, aunque fuera por tres días? Su cuestionamiento remachaba su cabeza con culpas y miedos.
Pero esta oportunidad no la iba a dejar pasar. En una milésima de segundo dejó toda preocupación de lado. Agarró dos mochilitas de escuela, cargó a sus chicos y se marchó. Al marido, que regresaba a casa justo ese fin de semana, le dejó un breve mensaje: “Querido, me fui con los niños. Volvemos el domingo muy tarde. Tenés comida preparada en el freezer. Te amamos. Beso”.
El viaje fue largo. Los niños, entre esos tantos hinchas, se comportaron como dos angelitos, aunque el ambiente comenzó a tornarse un poco tenso al llegar a la cancha. La ansiedad los estaba desesperando.
El ingreso fue un espectáculo. Más de dos mil almas huracanenses con redoblantes, cánticos, bengalas y la bandera más grande de Sudamérica dieron por iniciada la fiesta.
Sin embargo, y pese a estar allí como siempre, ubicada en el grueso de la barra, se la percibió ausente, ida, distraída. Y no era para menos, sus ojos estaban más puestos en sus hijos, que jugueteaban alrededor, que en el partido. Pero lo que más llamó la atención fue su silencio. Su boca se mantuvo cerrada herméticamente. Reprimida absolutamente, aunque era evidente que en su interior estaba por estallar en mil pedazos. Su cara lo decía todo, enrojecida como un tomate y no por el sol... su presión debía de estar por las nubes.
Buscó atraer la atención de sus pequeños, despertarles curiosidad e interés por lo que sucedía en el campo de juego. Les explicó de mil formas lo importante que era estar allí para esa porción de su pueblo. Pero, pese a sus intentos, los pequeños prefirieron seguir entre juegos y empujones, e interrumpiendo la atención cada vez que podían.
Comenzó a sentir cierto enojo e impotencia, pero mantuvo el control. Ni una palabrota salió de su boca. Ante la presencia de los hijos, una inhibición absoluta. Su imagen inmaculada era la de una reina inglesa.
A poco de iniciado el primer tiempo, el elenco local sorprendió al Globo. Y ella, con la cabeza entre las manos, sintió que esa derrota parcial podía revertir lo sucedido en el partido de ida, en Las Heras. Y pese que tenían ventaja de 2 goles en el global, debió sentarse a causa de una terrible taquicardia. En ese instante sintió las tiernas caricias de sus hijos que actuaron como inhibidores de esa bomba interior que estaba por explotar. Y se mantuvieron junto a ella, abrazándola y regalándole el mejor consuelo ante ese sinsabor. Hasta que el humo de los choripanes cortó el momento idílico. Acto seguido, la pregunta insistente: “Mamá, ¿me comprás?”. Estaba al límite, pero accedió.
Bajó a comprarlos cuando la sorprendió la parcialidad lasherina con un “goooool” estruendoso que significó el empate a los 26 minutos. Y, si bien era el renacimiento de una nueva esperanza de triunfo, ni desahogarse pudo. “¿Es una jugarreta del destino? ¿Una cargada?”, pensó. Y con las manos a la cintura, miró a la hinchada, miró el abrazo de los jugadores en la cancha y luego a sus hijos… y volvió a callar.
El partido estaba 1–1 y, de visitante era un triunfazo. Algunos ya estaban celebrando, pero ella sentía que faltaba una eternidad para que terminara el sufrimiento. De todo podía pasar.
Perdida, con su mirada en lo profundo de la cancha, de repente vio cómo el goleador del equipo logró lo inminente: Juan Paulo Suraci entró guapeando al área y, ante la salida del arquero, definió el 2–1 como los dioses.
Fue tal el grito que parecía que los ojos se le saldrían de la cara, las venas le dibujaron la frente y las lágrimas fueron inevitables. Agarrándose el estómago saltó cayendo de rodillas y levantando los brazos con la mirada hacia el cielo.
Sus hijos, atónitos por esa alocada reacción, no podían salir del asombro. Esa no era su mamá, pensaron. Temerosos, se le acercaron lentamente hasta ser atrapados como presas entre los brazos de su madre y pudieron finalmente sentir el fuerte latido de su corazón por esa pasión inexplicable y digna de un irracional amor. Ese momento fue inolvidable. Fue el “abrazo del alma” más maternal vivido en el corazón de la barrabrava de Huracán. Tras ese imborrable momento, La Chiquita y sus dos hijos regresaron felices ese domingo con un ascenso histórico.
El lunes, con las primeras horas de sol, había renacido la maestra. Vestida con su guardapolvo reluciente estuvo puntual en el aula para recibir a sus alumnos con la mirada distendida y su amplia sonrisa.
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(1)* Foto ilustrativa de Jere Barandica. Dibujante de 11 años. Creativo y con sueños. Cansado del aislamiento, extraña la escuela. Afirma haberse equivocado de época. Le gusta el rock ochentoso y los Dukes de Hazzard.
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