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La cinta de la igualdad

Foto del escritor: FutbolíricasFutbolíricas

(Por Yésica Alcaino)


Esa tarde no iba a ser como todas, algo no andaba bien y ella lo sabía. Estaba nerviosa, caminaba para todos lados, desorientada, distraída, con la mirada perdida.


Tenía un partido. No era una final ni nada por el estilo; solo era el día del mes en el que vería a sus compañeros y solo eso ya transformaba el partido en el “de su vida”.



Ilustración: Violeta Barandica



Tachaba en un almanaque viejito pegado en la heladera cada día hasta la fecha pactada. Pero tanto había esperado ese 15 de noviembre que ocurrió lo que temía: su cuerpo le jugaría una mala pasada.

Se sintió débil e indefensa; cualidades que no coincidían con lo que ella demostraba cada vez que pisaba el césped. Ese césped que la hacía olvidar absolutamente todo.


Los medicamentos le invadieron el organismo una vez más. Esos que odiaba pero que a la vez le eran tan necesarios. Sobre todo cuando la tristeza se convertía en un síntoma y el miedo, en una manifestación de su inseguridad.


Parece una locura, lo sé. Pero todos los temores y dificultades desaparecían de su mente y de su cuerpo cada vez que pateaba una pelota. Ese objeto esférico le había cambiado la vida para siempre.


Faltaban pocas horas para el encuentro y estaba cada vez más nerviosa. Su mamá, fiel compañera, encendió la radio a modo de ritual. La música comenzó a sonar y a su niña, de a poco, se le fue formando una mueca de sonrisa en el rostro. Una terapia ancestral. Ahora sí, volvía a ser ella y estaba lista para lo que fuera.


Ella lograba todo lo que se proponía, a su tiempo, a su forma, a su manera. Un poco más lentamente que los demás, sí, pero no menos eficaz.


Mientras sonaba su canción favorita, se puso las medias largas hasta la rodilla, se subió bien los pantalones, se acomodó la camiseta con el número diez y se hizo una colita alta, un poco desprolija, pero dejando bien despejada la cara para poder observar todo. No quería ni podía perderse ningún detalle.



Le tomó la mano a su madre y comenzó la peregrinación hasta el templo. No era un templo cualquiera, este tenía dos arcos en los extremos y líneas pintadas con cal.


Llevaba el bolso en la mano y la felicidad en el rostro y en el alma. Pateaba las piedras y jugaba a no pisar las líneas de las baldosas. Saludaba a cada persona que pasaba cerca y les robaba una sonrisa. Actos tan simples pero olvidados por el resto de la humanidad.


Siempre, una cuadra antes de la línea de meta de ese “templo”, las mariposas en la panza la atacaban. Hasta que el milagro sucedía una vez más.


Llegaba ahí y todos los síntomas previos desaparecían. Esa tarde no fue la excepción. Sin dudas era su mundo, su burbuja de cristal. Y aunque era todo muy efímero, ella lo hacía eterno.


Llegó, le soltó la mano a su madre, lanzó el bolso por ahí, corrió y se fundió en un abrazo eterno con su profe. Ese muchacho de ojos claros era su sostén. Él, más que nadie, por su historia de vida, entendía a cada uno de sus jugadores. Él fue quien les demostró que existen miles de maneras de hacer una actividad física. Les enseñó que al fútbol se juega con el corazón.


Dialogó con sus compañeros y hubo tiempo para risas, juegos y picardías hasta que llegó la hora de la charla técnica.


Todos tenían la oportunidad de decir lo que sentían. El objetivo no era uno solo, el de ganar, como en las grandes ligas. Lo más importante en ese lugar era jugar, divertirse, compartir, sentirse uno más.


No había un capitán. Ahí, cada uno de ellos llevaba puesta en los brazos esa cinta: la cinta de la igualdad.


La pelota empezó a rodar y los miedos, la tristeza y las limitaciones de esa niña y de sus amigos desaparecieron, aunque más no fuera por un rato. Los fundamentos técnicos y tácticos ya no importaron.


Al final del encuentro los espectadores aplaudieron hasta el cansancio a los protagonistas. La parte más emotiva del día. Ellos, al igual que yo, saben que todos nos merecemos, aunque sea una vez en la vida, una ovación de pie.


Ahí, todos son iguales, y eso los convierte en campeones de la vida. Sí, a veces con la mirada perdida, pero siempre con el corazón contento.



Relato en homenaje a los integrantes de la Liga de fútbol 5 adaptado. En ella, más de mil chicos y chicas de Mendoza con diferentes discapacidades se reúnen una vez por mes para compartir, a través del fútbol, un espacio de inclusión.


Cuando Isócrates (1*) se refería a personas con discapacidad como seres diferentes, decía: “¿Sola, ensimismada bastardía en sus cuitas..? No importa que los mundos aceleren sus revoluciones de ideas proyectiles o velocidad. No importa que los humanos vivan afanados en acumular riqueza y poder. Que palpiten al son de signos opuestos y/o constantes. Ellos, esos seres, quizá no sepan de contiendas, competitividad o emulaciones; sí de la vida, al son de ilusiones, teniendo por asidero la rotundidad de la esfera y en el corto horizonte... la mirada perdida…”.



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