(Por Matías Minich)
Cuando mamá y papá decidieron mudarse, éramos tres hermanos y uno en camino. Tres bichos de departamento que usaban como arco las jaulas que había en la terraza para colgar la ropa. Claro que mucho espacio no necesitábamos, éramos muy chicos. La pelota naranja de goma apenas sobrepasaba nuestras rodillas.
No recuerdo si queríamos mudarnos o no, pero cuando llegamos al nuevo barrio, poco tardamos en darnos cuenta de que todos los pibes estábamos en la misma. Y cuando digo todos, digo todos. Una numerosa muchachada que obviamente no existía en la propiedad horizontal. En segundos nos conocimos porque entendimos que, a pesar de las diferencias de edad, de tener hermanos o de ser hijos únicos y de hinchar por un equipo u otro, todos teníamos algo en común: la pasión por la pelota.
Las calles de tierra que ahora están pavimentadas, las acequias de poca profundidad y las viñas que ya no existen fueron testigos de nuestra infancia feliz. O de aquellos momentos felices que terminaban cuando las madres nos llamaban a comer a los gritos y teníamos que obedecer a regañadientes, aunque no sin antes pactar el reencuentro para la tarde... ¡Pero nunca faltaba quien dijera "¡che! ¿salimos a la siesta?".
El tema de la siesta era que no todos contaban con permiso para andar por la calle, entonces unos se escapaban cuando los mayores dormían y otros se guardaban por algunas horas. Así el equipo quedaba diezmado y era el tiempo para otras actividades, siempre en la vereda y cerquita de casa, donde nos pudiera ver la vieja si llegaba a asomarse.
Además, pelotear a la siesta era para meternos en lío. El Cholo, doña Chicha o la Dorotea ponían el grito en el cielo y tenían razón. Un centro pasado o un remate desviado, indefectiblemente se estrellaba contra un auto estacionado o contra esos portones de reja con vidrio que hacen que retumbe todo. Y lo peor era que si la queja le llegaba a la vieja... ¡madre mía!... No volvías a salir quién sabe hasta cuándo.
Entre las cinco y las seis de la tarde los pibes volvían a salir como hormigas y la cuadra se llenaba de vida otra vez. Los vecinos habían descansado y ya todos habíamos tomado la leche y comido tortitas o algunas galletas. El partido se reanudaba hasta entrada la tarde, cuando comenzaba a oscurecer.
Con el paso del tiempo, la pasión por la pelota iba en aumento. Los hermanitos crecían y ya jugaban a la par de los más grandes. A veces también se animaban las chicas. La Colo y la Shelia que antes alentaban desde un costado después se empezaron a sumar a los picaditos.
El equipo se agrandaba cada vez más. Cómo será que de repente hasta teníamos director técnico. El Carlos, el papá de los Sánchez, la leyenda viviente que había salido en El Gráfico, el gran jugador devenido en bancario ahora despuntaba el vicio dirigiendo a un grupo de pibes que nada entendía de estrategias y posiciones.
En poco tiempo, la cosa se empezó a profesionalizar. Casi sin darnos cuenta, el Carlos ya nos entrenaba en la placita o en el playón abierto de la escuela primaria. Algunos éramos más aplicados, otros más volátiles, pero ahí estábamos, siempre detrás de la pelota. El entrenador se lo tomaba muy en serio, aunque éramos muy chicos. Para otra ocasión quedará contarles las calenturas que le hacía agarrar al míster nuestro delantero estrella: sí, el Luchi, el menor de sus dos hijos.
La calle Villa Mercedes del barrio Alimentación de Dorrego es sinónimo de fútbol. Y también de dobles camisetas. Tallarines y Gallinas, Leprosos y Bosteros, Leprosos y Racinguistas, Gallinas y Boli Stone, entre otras combinaciones que a esta altura ya no recuerdo. ¡Ah! Y los Sánchez, hinchas genuinos de Rosario Central, algo muy extraño para nosotros en Mendoza.
Toda esta fauna futbolera se encontraba en tan solo una cuadra. La cuadra de Villa Mercedes entre Gutiérrez y Santa Rosa.
Pasaron los años, el barrio fue cambiando y todos tomamos distintos caminos. Hoy algunos son comerciantes, otros licenciados, hay docentes, aventureros y ¡hasta una reina departamental! Pero la pasión sigue siendo la misma: la pelota.
Algunos nos fuimos del barrio, pero siempre estamos volviendo. Otros todavía siguen ahí. Y el DT de la cuadra seguro, debe estar dirigiendo a los nuevos talentos.
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