(Por Analía Cuccia Baidal)
Les bailaba a los niños mientras ellos sonreían y salía llena de tierra, revolcada sin después importarme nada. El día estaba cumplido.
Una tarde, a poco de esconderse el sol, un empujón me levantó tan alto y lejos que arriba de un palo borracho caí. Se ubicaba en un campito con cardos, retamos y algunas jarillas secas. El resto eran puras ramas. Nunca lo había podido ver tan de cerca, siempre de pasadita nomás, durante mis acrobacias.
Allá arriba, en el árbol que era bastante alto, quedé atrapada entre espinas. Un movimiento en falso y lamentaría heridas graves. Entonces me concentré en sus cautivantes flores y, a la espera de mis salvadores, allí me quedé.
Cayó la noche. Sentí el frío en mi piel y el ardor de los raspones. Con el vientito que comenzó a correr en ese momento quise empujarme para desengancharme, pero fue imposible. Ya estaba muy cansada y sin aliento como para hacer algún esfuerzo más.
Bajé la vista y, con la luna iluminando alrededor, no pude evitar ver un triste escenario. Cadáveres de plásticos de toda clase: cuerpos descabezados, vehículos sin ruedas, trompitos y bolitas abandonados que pintaron un terreno desolador. Un tiqui taca en otra rama, muy cerca mío, y hasta un volantín en lo alto de un olivo. La sensación fue extraña: la de soledad.
Vencida por el sueño y a punto de cerrar mis ojos, unos ruidos raros comenzaron a provocar terror dentro de mí. Pasos arrastrados, cadenas y zumbidos me provocaron escalofríos. No podía escapar y el pavor era tremendo. Era como estar en el bosque del hombre sin cabezas. ¿Y si venía el viejo de la bolsa y me llevaba? Sentía ganas de gritar y explotaba de miedo, aunque ya no tenía ni aire. Casi vencida, decidí quedarme inmóvil. Aplanada quedé y me desvanecí.
No fue hasta el amanecer cuando pude abrir los ojos despacito; primero uno y después el otro, casi como espiando. Y a todo lo encontré diferente. El campo había cambiado.
El viento se mantuvo y me ayudó a comprender que a veces nuestra imaginación nos juega una mala pasada.
Con la luz del día, supe que aquellos pasos que sentí no fueron más que una bolsa de arpillera en movimiento; que los ruidos de cadenas no fueron otra cosa que una soga que colgaba en un palo del cerco, que a su vez rechinaba; y que el zumbido, qué decir, eran los pocos juncos del lugar.
Más tranquila y con los rayos del sol bien brillantes, tanto que encandilaban, vi a lo lejos siluetas en movimiento. Estaban algo borrosas pero las encontré familiares. Y mientras se acercaban, reconocí sus voces. Enfoqué y con un silbidito -de mi último aliento- capté su atención.
Mis amigos lograron bajarme con una caña que encontraron ahí tirada, entre escombros y maderas. Con un extremo apenas me levantaron y yo de un saltito bajé.
El abrazo fue conmovedor y ese calorcito revivió mis esperanzas. Sus lágrimas lavaron mi cara y logré verlos felices, como yo, por el reencuentro.
Con un parchecito y una infladita volví a ser la misma. Esa tarde ya estaba rebotando de un lado a otro. Volé por el cielo como un meteoro quemando la red y hasta rompí un par de macetas de la vecina.
Volví a casa y, después de esta aventura, nunca más me alejé.
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