(Por Analía Doña Carvajal)
Esa mañana del 2000, la de los dos goles en 7 minutos, marcó el último y doloroso recuerdo futbolero que tengo contigo. Vos ahí y yo allá. Vos consumido y yo recién levantada. Dos puteadas y un televisor que se apagaba. Los que siguieron después fueron meses de distancia, soledad y sueños imposibles. Aferrados a la vida que te dejaba sobrevivimos sin permitirnos decirnos más, sin preguntar, sin pedir, sin ser lo que hubiese sido de haber sabido lo que sabía sin querer saber.
El dolor se acentuó pero cada triunfo de ellos hizo más razonable lo irrazonable de tu joven partida. Me endurecí. Las balas no entraban a través del chaleco protector que creí me habías dejado para seguir inmersa en esa burbuja de gloria que ninguna copa ajena, ni eliminación temprana podían quebrantar. Vi tu mano en victorias que no eran mías. Me transformé en un ser que no quería ser. Llegué a disfrutar más de sus derrotas que de nuestros triunfos.
Con los años me alejé. Dejé de sentir. Me encerré en un caparazón impermeable que creí que nada dañaría.
Hasta que llegó aquel 2011 en el que de repente me vi en la cornisa de un agujero negro sin final. Cerré los ojos y, tras sentir una leve brisa sobre mis hombros, me dejé caer. Y caí. Y caí. Y caí. Y otra vez estaba allí, parada al filo del abismo con los párpados pesados; y caí. Caí por un pozo oscuro hasta que se hizo la luz.
Abrí los ojos y me sentí viva. Yacida sobre un tapiz de hierba fresco escuché los latidos de un corazón pernoctante. Una arritmia hizo que me levantase. Y lloré, y reí, me acordé de vos y volví a llorar.
El 23 de junio de 2012 se rompió el embrujo. Y esa niña que creía haber dejado atrás estaba ahí, intacta, por vos, por ella.
Y volví a ser, y volvió Ramón y llegó él, el Napoleón de todas las conquistas, el Muñeco de todos mis palacios. Y con él los recuerdos, los deseos de abrazarte, las vueltas a la plaza y las banderitas en la esquina.
Y ya lejos de aquellas paredes que nos vieron felices, empecé a construir las mías. A recuperar abrazos, besos, caricias, domingos de goles y miércoles de insomnios. A respirar por los Pisculichis, a cumplir promesas por los Ramiros, a rezar por el Pity y a llorar de tristeza y de felicidad en la corrida más frenética de nuestras vidas.
Y volví a extrañarte como nunca y te sentí presente como siempre. Y me besaste en la frente y lloré en tu pecho. Y estabas ahí sin estar conmigo y me viste feliz y te vi... Inspiré, recordé tu adiós, exhalé y otra vez no pude decirte nada.
Ese 9 de diciembre el tiempo se estancó y se hizo eterno. Como tu 3 de abril pero diferente. Como si cada día fuera el mismo día. Como si cada 3 a 1 fuera aquel 3 a 1. Como si cada Juanfer fuera ese Juanfer. Como si cada tercero fuera ese tercero.
Y ahí me veo volando sin alas en un paraíso terrenal similar, no lo sé, a aquel en el que viviste en el inmejorable 86 que me tenía de tu mano sin saberlo. Y te comparto mi vuelo como me compartiste el tuyo para que disfrutes conmigo a lo lejos bien de cerca, como el primer día y hasta siempre.
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