(Por Sabrina Marchese)
1.
Dos años habían pasado ya desde que Mimí Maison había predicho su último acierto rutilante. Aquel romance entre un político de las altas esferas gubernamentales y una conocidísima vedette que por ese entonces desplegaba sus plumas no sólo sobre el escenario, había puesto a la adivina en boca de todos y, en consecuencia, su popularidad la había introducido en el jet-set de los supersticiosos, para quienes decodificar la borra del café, constituía una delicadísima tarea que demandaba un pago mínimo de cinco dígitos.
Lejos ya del ruido que trae consigo la fama y las suculentas sumas que obtenía con sus augurios, la mentada astróloga comenzó a debatirse una jugada que le permitiera un giro a su presente sin estrellas. Porque si Mimí tenía una certeza, de esas que no hacía falta consultar a su bola premonitora, era que debía regresar pronto a gozar de la vorágine de la farándula y de las hordas de páginas escandalosas de las publicaciones amarillistas. De lo contrario, tendría que abandonar esta práctica y comenzar una actividad verdaderamente seria para la cual, cuatro décadas dedicadas full time a descifrar el futuro mediante el capricho de las cartas del tarot, españolas o cualquier papelito decorado como principal experiencia laboral, no conformaban un currículum ni competente ni terrenal.
Sumida en la desesperación de sentirse fuera de tiempo, la sexagenaria seleccionaba un color de esmalte de uñas mientras su pulgar presionaba con fiereza el botón del control remoto. En esa simple pero iracunda acción, intentaba volver al ruedo, tratando de encontrar en los programas de la tarde alguna presa indefensa que estuviera siendo víctima de las lacerantes preguntas de la naturaleza panelista. Sin embargo, no había inmolados morales que resultaran consistentes y ningún tema emergía a la superficie de su instinto como digno de elucubrar una adivinación con bombos y platillos… hasta que sus dedos rebeldes y sus uñas carmín condujeron la pantalla a ese ámbito insospechado al cual Mimí nunca hubiese accedido: los programas deportivos. Como un flash recordó varias cronologías entre futbolistas y señoritas prestas a convertirse en “señoras de” y, como quien descubre su propia meca, sonrió levemente mientras dentro suyo se escuchaban carcajadas.
En los tres días que siguieron, observó con fruición las cadenas televisivas deportivas, escuchó los espacios radiales de mayor audiencia y, con el esfuerzo de su magra billetera, compró los matutinos en los que el deporte constituía un atractivo especial. Su gula lectora se tornó irrefrenable intentando buscar un personaje que diera con su identikit bizarro, oscuro o desfachatado, que pudiera ser carne de cañón de sus fines espurios. Pero no fue hasta después de despertarse de una breve siesta que tuvo su revelación providencial: dentro de tres meses, en Catar, se disputaría una nueva y esperada edición de la Copa Mundial de Fútbol y qué mejor que vaticinar un hecho relacionado a tamaño certamen.
Pero el suceso debía ser colosal, titánico en cuanto a su impacto social. Y, si algo tenía Mimí, era el don de la desmesura. Por lo tanto no le costó nada visualizar aquello que supuestamente acontecería en territorio catarí.
Muchas palabras que leía, escuchaba y veía en los medios de comunicación le resultaban incomprensibles. Hashtag, tuit, por nombrar algunas. Sin embargo, eso no la amedrentaba, porque cuando Mimí tenía un objetivo claro, no titubeaba en la búsqueda de recursos para alcanzarlo. Fue por eso que pidió ayuda a Natalia, la vecina del noveno E, a quien recurría cuando algún producto de la alacena escaseaba, sólo que en esta ocasión, la gentil Nati la capacitó en el universo virtual. Luego de crear su perfil en varias redes sociales, la pitonisa postmoderna había comprendido el funcionamiento de la “virtualidad” como si ella misma la hubiese creado. Claro está, ella venía gestando suposiciones virtuales desde hacía bastante tiempo…
Sin miramientos, puso en marcha su ardid. Acercó su sillón de terciopelo rojo frente a la computadora y, cómodamente, redactó con una precisión de escriba los mensajes que se difundirían en minutos, contabilizando los caracteres y arrobando a quienes reproducirían la noticia: “Meteoro caerá en Catar durante la realización del Mundial”.
2.
Hacía como una hora que pateaba al arco y, remates más, remates menos, solamente dos no habían sido clavados a los ángulos. A cualquiera de los vértices, al que le indicaran, “a gusto y piacere” de quienes estaban observándolo. Justo hacía un año que, fruto de la casualidad (o tal vez no) había comenzado a jugar al fútbol sin proponérselo. A Guido siempre le había gustado el deporte pero solamente jugaba en las vacaciones, con los chicos del barrio. Pero tan sólo trescientos sesenta y cinco días atrás, un compañero de la escuela lo invitó a sumarse a un torneo con los compañeros del trabajo de su papá. Decir que quedaron atónitos en el primer tiempo del primer partido frente al despliegue técnico de este adolescente virgen de indicaciones tácticas, es poco. Uno de los participantes se acercó en el entretiempo y secándose el asombro que le caía al rostro en forma de transpiración le dijo: “Nene, el fin de semana andá a probarte al Cruzado, están viendo pibes desde el miércoles pasado”. Obviamente, ese sábado estaba en el estadio del Deportivo Maipú y, luego de treinta minutos, entrenadores, técnicos y dirigentes buscaban con celeridad un formato de contrato que se ajustara a las características de esa maravilla de 17 años que nadie había descubierto y que había caído del cielo de los dotados directamente al club de calle Vergara.
Guido Macci nunca había sido filmado haciendo gambetas o declarando sus sueños en la tele. Tenía una cuenta de Facebook que escasamente abría y un teléfono móvil que no lo entretenía demasiado. Sus lujos dentro de la cancha no habían quedado registrados en videos que, lógicamente, nadie había reproducido jamás. Quizás porque sus padres habían depositado en él otras expectativas de vida, ese chico apacible, de andar tranquilo y mirada de horizonte, transitaba este año de propuestas millonarias y promesas de gloria con una alegría directamente proporcional a su inusitada templanza. Lo habían querido comprar (como si eso fuese posible) los clubes “grandes” de Buenos Aires. Lo habían observado veedores del Calcio y algunos del Atlético de Madrid que trataron de tentarlo con voluminosas sumas de papelitos de valores más que de colores… Él siempre respondía lo mismo “voy a jugar en Maipú hasta terminar la secundaria, irme de viaje de egresados, luego veré”... Y dejaba la incógnita ante los boquiabiertos periodistas locales.
¿Quién se creía ese pibe para desafiar los chicaneos del mercado? ¿Quién era ese apocado maipucino para desestimar las ofertas que millones de jóvenes del planeta querrían tener?
Los últimos doce meses habían transcurrido entonces de esa manera: Guido jugó en Maipú el Torneo Federal A, cursó quinto año de la escuela y nada relacionado al fóbal lo perturbaba. Y nada lo perturbó pero sí comenzó a enfervorizar su espíritu cuando el teléfono de su domicilio sonó y lo llamaron desde AFA. Cuando se dio cuenta de que del otro lado de la comunicación estaba el mismísimo DT del seleccionado nacional. Cuando le dijo que el viernes estaría en Mendoza exclusivamente para verlo y hablar personalmente con él.
Por eso estaba ahí pateando al arco, por eso estaba siendo observado por los ojos del futuro. Esto no era un escarceo más... Esto era la camiseta argentina, el corazón en la piel, un grito compartido en celeste y blanco.
La ecuación fue simple y directa. El trámite, un trámite. Guido Macci, ese crack sin prensa, ese plácido desconocido, ese domador de balones que ni sobrenombre tenía, pasó del Omar Higinio Sperdutti al predio de Ezeiza de la noche a la mañana. Corrió, entrenó, multiplicó sus energías y se transformó, en pocas semanas, en el fenómeno que imprimía una temperatura especial a cada práctica. Una práctica cuidada de los medios de comunicación, de la exposición, de la especulación estratégica de los rivales. Era mucho lo que se jugaba. No todos los días se disputa un Mundial.
Para la prensa, el jovencito mendocino constituía una estratagema técnica pero desconfiaba que quedara en la lista definitiva. Quizás debido a ello sorprendió doblemente ver su nombre en la nómina. Un nombre cortito, contundente. ¿Un designio divino o un producto criollo de absoluta identidad argenta? ¿Un acierto, un vaticinio, una adivinación azarosa?
La búsqueda de un apodo para Guido se agotó en la última preparación previa al viaje con destino a la nación árabe. Se le ocurrió a un periodista de un diario on line cuando observó esa incandescencia expresada como nunca en dos piernas. El mismo periodista que recordó un mensaje de meses atrás y a una astróloga sentada en el living de un estudio televisivo. Entonces, Guido no solamente encontró un apodo sino también una mística que lo precedía. El titular ya lo confirmaba: "Meteoro Macci llegó a Catarpara revolucionar el Mundial”.
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