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Pirata de alma

Foto del escritor: FutbolíricasFutbolíricas

(Por Analía Cuccia Baidal)


Le pasó a Marité, quien, en un mes de septiembre, cuando la primavera comenzó a hacer abrir las primeras flores, tuvo que viajar a Córdoba para cubrir un partido de la Primera B Nacional para el medio de prensa en el que trabajaba. Godoy Cruz visitaba a Belgrano en el Julio César Villagra, el sábado por la noche. Ella llegó un día antes y se registró en el hotel situado en una de las calles principales de Nueva Córdoba. Había que cenar y descansar, pero no antes de pasear por las calles en la mágica noche cordobesa.


Había refrescado un poco y, mientras su mirada recorría los locales como estudiando el ambiente, se encontró con personajes divertidos, bohemios, entre murgueros y músicos, que se iban arrimando a un pequeño bar, algo deteriorado, pero con el mejor cuarteto de la ciudad. Ese fue el lugar finalmente elegido para disfrutar de una buena pizza y un buen fernet con coca.


La joven pasó hora y media sentada sola en una mesa redonda de madera con mensajes grabados, algunos recientes y otros de antaño, destinados a amores reales y platónicos que tal vez jamás serían leídos por sus destinatarios. Aún con el vaso medio vacío (o medio lleno, según cómo se lo mire), decidió quedarse unos minutos pues el cansancio del viaje era un buen motivo.


Y, en el momento en que tomó su camperita de expandes azul, fue sorprendida por un hombre que, repentinamente, se sentó en la silla vacía y continua. Ella lo miró con cierta indignación pero él la ignoró.

Con una camisa con los primeros botones desprendidos, jeans y zapatillas; cabello oscuro y ojos color café, la miró sin pronunciar palabra. Con solo una pequeña mueca, levantando las cejas y marcándosele una cicatriz en la frente, llamó la atención de la joven mendocina.


“Soy ‘Lucho’”, le dijo luego.


Ella quiso levantarse de la manera más abrupta, hasta que una rara invitación le provocó curiosidad: “¿Vamos a la cancha mañana?”


La sonrisa de Marité fue inevitable porque además no supo qué decir.


“Yo tengo mi pase”, replicó provocando cierta satisfacción en la mirada del supuesto conquistador.


“Soy ‘Lucho’ Albarracín, soy hincha de Belgrano. Supe que no sos de Córdoba por tu tonada. ¿Sos sanjuanina, chilena o mendocina?”, preguntó. “Me animé a acercarme porque quiero que vayas mañana a la cancha. Sería un placer que me acompañaras”, le propuso.

Su aspecto estaba muy lejos de la imagen que se tiene de un referente de una barra brava. Su lenguaje era fluido y convincente en cada anécdota e historia que contaba.


Marité se mantuvo sentada hasta la madrugada, tomando cerveza con el morocho cordobés, contando de triunfos y fracasos (como dice la canción), y cruzando detalles sobre lo que podría suceder en el partido entre el Pirata y el Tomba. En un momento notaron que el bar de calle Las Heras comenzó a despejarse, y se vieron solos. Fue cuando decidieron despedirse. Un beso y una camiseta antigua del Pirata, que sacó de su bolso y ella aceptó, selló el buen rato y el compromiso de reencuentro.


Camino al hotel, Marité pensó en lo interesante de esa persona y en lo extraño de ese momento. Que la haya citado a la cancha le resultó la más ingeniosa y original conquista que conoció, aunque algo no le cerraba.

El pintoresco estadio de Belgrano lucía como un espectáculo sin igual. Estaba colmado, pero la marea celeste aún seguía ingresando a pocos minutos de iniciar el partido.


El trámite comenzó con un ritmo tan lento y aburrido que terminó el primer tiempo con un justo 0 a 0. Un bodrio en el campo de juego, tanto que, entre líneas y líneas, la mirada de la joven se dispersó. Varias veces se descubrió buscando entre las gradas de enfrente al barra que la había cautivado la noche anterior.


Se animó entonces, en el breve entretiempo, a acercarse a la popular. Tuvo que caminar un largo tramo con pasos acelerados. Y, salteándose escalones, se introdujo en el corazón de la barra. Bajo el techo de banderas y con la masa saltando sobre un piso lleno de papelitos, se animó a preguntar. Por cada consulta sobre si ‘conocían’ a Lucho, recibió un ‘no’ por respuesta. Presintió que las negaciones recibidas eran de evasión y dejó de insistir con la búsqueda.


Algo decepcionada, pero con más intriga que antes, llegó al palco de periodistas para continuar su tarea. El partido finalmente terminó sin goles. Se dirigió a los vestuarios, donde debía tomar declaraciones de los protagonistas del Tomba, al que había ido a seguir. Fue entonces cuando cambió su recorrido y se dirigió a la zona del equipo local.


Abriéndose paso entre los colegas, la periodista pidió hablar con el utilero de Belgrano mientras que otros aguardaban a la figura del partido. Fue extraño para los allí presentes, pero tenía un sentido para ella.


Don Rogelio salió sorprendido. Y a él le consultó: “Usted debe conocer a los integrantes de la barra, ¿no?”. Y él contestó con afirmación.


“¿Me puede decir si conoce a Lucho Albarracín y cómo hago para encontrarlo? Porque tengo una camiseta que no es mía”, le dijo.


Rogelio se puso pálido, abrió los ojos enormes y respondió: “Lucho tendría hoy 55 años, fue jefe de la barra a fines de los ‘80 principio del ‘90. Pero camino a la cancha murió en un accidente de tránsito en calle Las Heras. Fue el día de la revancha con Banfield en 1991, cuando logramos el primer ascenso a Primera, un 28 de julio”.


Marité quedó paralizada, sin reacción. Esa noche no pudo conciliar el sueño. Todo le daba vueltas, las imágenes, los recuerdos y las preguntas. Por lo que sólo le quedó chequear toda esa información. Para su sorpresa, el relato de Don Rogelio era cierto. Así había ocurrido.


“Ese domingo, Marité llegó a Mendoza en ómnibus con un secreto guardado en su valija. Imposible revelar su experiencia. Seguro la tacharían de demente. Sin embargo, esa camiseta -tan real como su historia- sería, desde entonces, su compañera en cada nuevo viaje que le tocara emprender".





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