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Santo Bambino de Aracoeli

Foto del escritor: FutbolíricasFutbolíricas

(Por Cristian Minich, hincha de Independiente Rivadavia)


El fútbol está repleto de cábalas. Jugadores, entrenadores y, principalmente, los hinchas apelan a todo tipo de rituales y artimañas que teóricamente pueden cambiar la suerte del equipo en situaciones adversas o en algún compromiso importante. Creer o reventar, pero las cábalas están, desde los inicios del fútbol, en nuestros días y para siempre. Eso sí, dejo asentado que no creo en nada de eso, sino, ¿para qué se entrenan los jugadores?, ¿para qué planifican los entrenadores? Si en definitiva todo está sujeto a la voluntad de los seres divinos.


En mayo de 2016, cumplimos con Pecas el sueño del viaje a Europa. Nos habíamos puesto de novios apenas unos meses antes y un día me salió con que tenía sacados los pasajes desde antes de conocerme. Y fui Sánchez. Zapatilla, el Cheche, Alexis, el uruguayo, el Sánchez que sea. Me enganché y volamos hacia el viejo mundo. Arrancamos por Madrid, pasamos por Barcelona y llegamos a Roma. ¡Qué maravilla Roma! Ciudad eterna. Antigua y moderna a la vez. Roma a nuestros ojos fue La Ciudad.



Pero no todo fue color de rosa. La mañana del martes 16 en que salimos a caminar, la verdad es que estaba preocupado. A la tarde jugaba La Lepra en Pergamino y el equipo no venía nada bien. Con el profe Córdoba como entrenador, no sólo que no se daban los resultados, sino que éramos un desastre, un verdadero desastre. Y para resumir cómo estábamos, es decir, cómo estaba el equipo, nos estábamos yendo al descenso. En ese tiempo, todos los años nos estábamos por ir al descenso, pero ahora la cosa era más grave: estábamos hundidos en los promedios y el equipo en cada partido jugaba un poco peor o, a veces mucho peor. Y bajar al Argentino… ¡mamita querida! Torneos eternos, canchas bravas, arbitrajes localistas en serio. Ya habíamos pasado la del Argentino y volver ahí era como quedar condenados al infierno. Contra Douglas Haig era una buena posibilidad de levantar cabeza, pero, aunque ellos no venían bien, para nosotros ganar de visitante era casi un milagro. En todo eso pensaba mientras caminábamos por Roma. Y también pensaba qué carajo hacía caminando por Roma.


Esa mañana entramos al museo del Capitolio, que está sobre una de las siete colinas romanas, a unos cincuenta metros de altura. Me encanta la historia, pero la verdad es que los museos me aburren. En los museos las cosas están fuera de lugar, en otro contexto. Uno puede ir al Museo Británico, por ejemplo, y apreciar las antiguas joyas egipcias, pero puedo asegurar que es mucho más emocionante ir a Egipto, o bien caminar las calles de Londres. Sin embargo, me gustó ver allí la estatua de bronce de Luperca, la loba que amamantó y salvó la vida a Rómulo y Remo de acuerdo con la mitología local, siendo estos los futuros fundadores de la ciudad. A decir verdad, y como buen futbolero, la imagen de la loba estaba en mi retina porque aparece en el escudo de la As Roma alimentando a los pequeños.


El día anterior, justamente había ido hasta el estadio Olímpico a ver a la Roma. Esa vez Pecas tuvo que salir a andar sola y aprovechó una caminata sin rumbo que la llevó hasta el Coliseo, la Fontana Di Trevi y varios lugares históricos. Por mi parte, tomé un tren en la estación central Termini y a medio camino un trole que me acercó hasta la cancha. Llegar fue fácil porque subí a donde subían los que iban con la casaca granate. Se llega cruzando un puente por sobre el río Tíber -Tevere para los italianos- y, desde allí, se ve a los lejos el estadio que entre el río y una arboleda boscosa que se advierte detrás, se convierte en una bella postal.


Fueron unos diez minutos de caminata hasta el ingreso entre cientos de fanáticos con camisetas de Il Capitano Totti y otros con la 18 de Batistuta, quien fue campeón con el equipo en 2001 y se ganó la idolatría. El Olímpico por dentro tiene las butacas azules, el color de la selección y, aunque no les guste a los capitalinos, se asemeja bastante más a la Lazio que a la Roma. Pero a pesar de lo lindo, como suele suceder en los estadios grandes y que no pertenecen a un equipo, hay cierta frialdad en el ambiente. Es como un partido en el Malvinas Argentinas, que, aunque se juegue con las tribunas repletas, jamás tendrá la calidez de La Catedral, nuestro querido estadio Bautista Gargantini en el parque de Mendoza.


El espectáculo fue inolvidable. Justo coincidió con que Totti cumplía 600 partidos con la escuadra giallorossa y que, de ganar la Roma se clasificaba para la Champions League. Chievo Verona, el rival, poco pudo hacer ante un equipo con figuras de relieve mundial como De Rossi, Nainngolan, Salah, El Sharawy y el propio Francesco, que entró en el segundo tiempo y las hizo todas. Ah, y el Monito Perotti, Mágico Perotti dicen los romanos, que demostró toda su calidad. Si La Lepra tuviera uno solo de estos jugadores, cualquiera de los once locales, podría asegurar que le ganamos a Douglas y a cualquiera. Peleamos por el ascenso. El pobre de Bizarri, que custodió el arco de los de amarillo, se comió tres y le hicieron precio. Con ese triunfo, los locales se aseguraron el segundo puesto -detrás de la Juve- y a falta de una fecha, se clasificaron para la fase de grupos de la Champions. Hubo vuelta olímpica y festejos. Y la música en el estadio, tanto el himno de la Roma como otros temas dedicados al club, parecían canciones de amor o letras de Serrat. Un placer. Eso sí, podrán meter el doble y hasta el triple de gente que La Lepra y todo muy lindo, pero la pasión… la pasión no se compara. Esperaba más euforia de los romanos la verdad. Diez mil o quince mil leprosos se escucharían más que treinta o cuarenta mil romanos, no hay dudas. Cualquier hinchada argentina diría. De Primera, B Nacional, B Metro, el Federal. Una hinchadita con algo de convocatoria se sentiría más. Quizás al sur sea diferente. La hinchada del Nápoli, supongo. La de la Roma es pechofría.


Volvemos al día en cuestión. Salimos del museo del Capitolio y teníamos prevista una caminata hasta Trastévere, paseo recomendado. Sin embargo, Pecas pidió visitar un sitio más.

—¿A dónde vamos? —pregunté.

—Acá nomás, hasta una iglesia.

—¿Otra más?, ya entramos como a veinticinco iglesias.

—Pero ésta es especial.

—Son todas iguales amor, ¿qué puede tener de especial? Además, mañana vamos al Vaticano.

—Es la iglesia del Santo Bambino.

—¿Y ése quién es?

—El protector de los niños. Le quiero pedir por Miguelito.


Resulta que Pecas es pediatra y Miguelito es un pequeño con una enfermedad grave. Estaba luchando por su vida, Miguelito. Peor aún, en realidad no se sabía cuánto tiempo de vida le quedaba. La medicina, al parecer, ya había hecho todo lo posible, pero lo cierto es que el niño dependía más de un milagro para sanar. Y entonces surgieron en mi interior las preguntas de siempre: ¿existen los milagros?, ¿se puede curar Miguelito?, ¿se podrá salvar La Lepra?, ¿dependemos de la ciencia, de la táctica, o estamos todos en manos de Dios?

Caminamos una cuadra nomás y estábamos frente a la iglesia Santa María de Aracoeli. Frente a nosotros una monumental escalinata y arriba, como si estuviera en cielo, apenas se podía divisar el frente de la fachada con una ventana sobre la puerta.



—¿De verdad vamos a subir todo esto?
—Ponele onda, che. Ayer te hice el aguante y te fuiste a la cancha.

Y sí, la verdad es que la peleaba un poco, por pelear nomás. Mi ateísmo hace que en las iglesias me sienta hereje. Me resulta incómodo ese murmullo constante en un lugar donde tendría que haber silencio y retumba todo. Nunca me gustaron las iglesias, me cuesta apreciarlas. Pero la causa era noble.


Subimos los 142 peldaños. Recordaba la famosa escena del cine: el cochecito rodando escaleras abajo en El acorazado Potemkin, mientras los cosacos rusos disparaban al pueblo y habían herido de muerte a la madre del bebé. La escalera de la película se encuentra en Odesa -ciudad ucraniana-, según averigüé, y es todavía más grande que la de Aracoeli, con 192 escalones. Tomé nota del asunto: “No ir a Odesa”.



Cuando ingresamos, Santa María de Aracoeli parecía una iglesia común. A simple vista, nada que no se haya visto en cualquier capilla. Pero luego descubrimos unas tumbas diseñadas por Donatello y Miguel Ángel, dos de los más grandes artistas de la historia, que al menos ya habían valido la subida. Después, llegamos a la sala del Santo Bambino. Sobre un altar iluminado, la imagen del niño tallada en madera, con una cabeza grande que porta una gran corona y sobre esta una cruz. Esta representación del niño Jesús está envuelta en tela de oro. El rostro del santo con ojos saltones y la mirada penetrante me dieron la sensación de que el pibe realmente podía ser milagroso. A ambos lados del altar había una pila de papeles y, sobre un costado, una urna de cristal donde los devotos dejaban sus mensajes. Pecas puso el suyo. Ya está -dijo-, ya podemos irnos. Dame un minuto -repliqué-. Tomé un papel, usé mi propia birome y dejé un recado para el santo: "¡Salve a La Lepra Bambino!".



Seguimos camino a Trastévere. Caminamos por sus calles empedradas y nos sentamos a almorzar. Degustamos unos ñoquis con almejas y la tradicional saltimbocca -carne de ternera con jamón y salvia- con puré y ensalada. Eso del pedido para el Santo Bambino no había sido más que en joda, pero entonces me di cuenta de que, concretado el hecho, me sentía más tranquilo. Por un buen rato volví a disfrutar de Roma, de sus calles, de su comida y del gelatto. Al menos había hecho desde Europa algo por el equipo, lo que estaba a mi alcance. ¿Qué podía hacer desde Roma más que pedirle a algún santo? Porque ayudar al equipo en verdad es lo que hacía un hincha como el Carlos Carlos, que se llevaba la honda a la cancha y les tiraba con piedras a los arqueros rivales. Un personaje el Carlos Carlos. Una vez nos contó que le acertó en la espalda al gringo Reggi, que era el arquero de San Martín, y que éste justo era vecino suyo. En otra ocasión habían ideado un plan con otros cómplices para cortar la luz del estadio y enfriar el partido en una semifinal si es que la cosa no iba bien. Y lo llevaron a cabo. Dejaron La Catedral a oscuras y cuando la iluminaron de vuelta, La Lepra salió con todo y dio vuelta una serie adversa. Eso es ayudar al equipo de verdad. Pero eran otros tiempos y el Carlos Carlos también nos mira ahora desde arriba. ¿Pero qué podía hacer yo desde Roma?, ¿qué más que eso? Y así como Mussolini cargó toda la presión sobre don Vittorio Pozzo para que hiciera a Italia campeona del mundo en 1934 y 1938, todas mis esperanzas quedaron depositadas en este pobre santo que, si existe en verdad, ni jota debe entender de fútbol.


A la noche en el hotel, me conecté a internet, busqué el link para ver el partido y algo dentro mío decía que podíamos ganar en Pergamino.


Dos horas más tarde:

—¿Cómo les fue? —preguntó Pecas.

—Nos comimos cuatro.

—¿Contra Stanley?

—Contra Douglas. Ah, —repliqué— y ese Bambino se puede ir a la puta madre que lo re mil parió.

- Pero vos no le pediste que ganaran hoy, le pediste que se salven del descenso, ¿o no?


Y era cierto. Matemáticamente podíamos zafar. La cuestión es que todo iba de mal en peor. Pero en menos de una hora se supo que Córdoba había renunciado, o lo habían rajado. Como fuere ya no estaba más al frente del equipo. Y viniera quien viniera, al menos se renovaba la confianza de los jugadores, o eso creía yo. Además, peor no se podía jugar. O seguíamos igual o levantábamos, pero peor era imposible.


Para el partido siguiente asumió Martín Astudillo como técnico interino y después lo ratificaron hasta el final de la temporada. Pasara lo que pasara, ahora el destino estaba en manos de Astudillo y del Santo Bambino. La sequía se terminó una jornada que coincidió con nuestra estadía en Ámsterdam. Estábamos como La Lepra -pensé-, caminando por la zona roja. Esa tarde hicimos un pacto con Pecas: yo podía ver todas las vidrieras, pero sin emitir comentarios. Me llamó la atención la presencia de una pequeña iglesia en una de las callecitas, justo frente a varios locales donde las chicas posaban e intentaban tentar a los turistas. El asunto es estratégico. Se puede pecar, confesar y volver a casa libre de culpas. Se me ocurrió ir a la capilla a pedir por Los Azules ahí también, pero, a decir verdad, los que hacen milagros ya estarían tapados de laburo de otra índole. Esa misma noche, Independiente Rivadavia cortó la sequía y le ganó a All Boys en Floresta. Volvería al Barrio Rojo por cábala, lo juro, pero no me creería ni Pecas ni ser alguno. También vi jugar a La Lepra en Berlín y en París. Después de la paliza sufrida en Pergamino, nos mantuvimos invictos durante el resto de la gira europea. Central Córdoba y Juventud habían caído en el pozo del que estábamos saliendo y los números se empezaban a acomodar poco a poco.


De regreso en la Argentina, pude ir a la cancha otra vez a alentar al equipo. Fue contra Chacarita en San Martín. Los Funebreros venían entonados y estaban a las puertas del ascenso. Esa tarde nos comimos un peludo bárbaro. Cuatro a cero abajo y otra vez a rezar. ¿Sería yo mismo la yeta? El equipo había involucionado y jugó como en las peores tardes con el profe Córdoba. Otra vez había que sacar del cajón la calculadora. Pero otro guiño del destino llegó de la mano de los resultados ajenos. Manteníamos la distancia con nuestros -ahora- perseguidores.


El 12 de junio jugamos contra Guillermo Brown en Mendoza. Me encerré en un cuarto del departamento que alquilábamos en Belgrano y me senté frente a la computadora dispuesto a sufrir como en cada partido. Los de Madryn siempre fueron complicados para nosotros. Todos los equipos son complicados para nosotros. Sin embargo, nos pusimos arriba con los goles de Gastón González y Matías Abelairas de penal. El panorama pintaba bien. Al mismo tiempo estaban perdiendo Central Córdoba y Juventud Unida. Con los planetas así alineados zafábamos del descenso a falta de la última fecha. El milagro se podía consumar. Al rato nos clavaron y a cortar clavos de nuevo. En los minutos finales se nos vinieron encima como las legiones romanas sobre los pueblos a conquistar. Ahora más que nunca teníamos que ser gladiadores y resistir a las fieras. Escuché que abajo sonaba un teléfono. ¿Quién mierda será? -pensé- ¿Acaso no saben que juega La Lepra? Debía ser para la Pecas. Nerviosismo total hasta que el árbitro pitó el final del partido. ¡Triunfazo azul!, pero quedaban minutos en las otras canchas. Me quedé haciendo el seguimiento de resultados, actualizando páginas con el índice como el pájaro bebedor sobre la tecla F5. ¡Perdieron los de Gualeguaychú!, ¡Perdieron los santiagueños!, ¡Estamos salvados!


De repente di un salto y un grito que retumbó en el barrio: ¡Grazie Bambino! Salí corriendo de la habitación y bajé la escalera que conecta al comedor prácticamente en el aire. —¡Pecas!, ¡Pecas, nos salvamos!—. Llegué hasta la cocina y ahí estaba ella. Tenía el celular en la mano, la cara pálida y los ojos llorosos. Por un instante quedé paralizado. Fue como si el tiempo se hubiera detenido. —No me digas —susurré. —Sí —respondió— y rompió en llanto. Se me hizo un nudo en la garganta y atiné a abrazarla. Así quedamos por largo rato en el silencio más agridulce que recuerde. Qué Bambino hijo de puta -pensé-, se le habrán mezclado los papeles.

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