(Por Laura López)
Soy de River desde siempre, a pesar de haber nacido en el seno de una familia no futbolera: me considero "primera generación", pero quiero y espero no ser la última.
No fue fácil transmitirle a mis hijos el sentimiento de amor hacia el club: quizás por estar lejos, pero más creo yo que por una cuestión de "celos". Y sí, el fútbol ocupa un lugar importante en mi vida, demasiado importante.
Pero con el tiempo la más grande lo fue entendiendo; ella misma empezó a pedirme ir a la cancha a ver a El Más Grande. Arrancamos con amistosos de verano, Copa Argentina y todo lo que se jugaba en Mendoza.
Después surgió la necesidad de conocer nuestro "templo". El mismo día que me lo insinuó, compré por internet las entradas para recorrerlo. Viajamos junto al más chico que, por supuesto, se llama Enzo, pero qué hincha por Banfield porque dice que "lo cansamos" después de aquella final eterna contra los primos.
Fue hermoso, pero faltaba algo. Se cumplía un año de aquel "El taco, no, hace la personal" y el duelo contra San Lorenzo (punta de campeonato en juego) parecía la excusa perfecta para concretar ese sueño: era el momento ideal para que mi hija, con once años, presenciara su primer partido en el Monumental. Paseamos todo el sábado por Tigre y el domingo nos instalamos en un pequeño hotel en Núñez. Un amigo nos arrimó las entradas y empezamos a caminar; esa siempre me pareció una de las mejores tradiciones futboleras. Paramos en la estación de servicio y nos sentamos para ver la gente pasar. Una tormenta amenazó con arruinarnos la fiesta, pero siguió de largo para alivio de aquella marea roja y blanca que inundaba la Figueroa Alcorta. De a poco nos fuimos acercando, ya con el reloj apurándonos; pero nada tenía desperdicio, todo detalle valía la pena. La policía casi no nos revisó, había buena vibra en el ambiente. Y entramos. Para mí era una vez más, pero no, no lo era. Ella estaba al lado mío y se asombraba con todo lo que veía; capturaba con miradas y sonreía nerviosa, mientras yo trataba de disimular mi evidente ansiedad. Subimos las escaleras y se me aceleró el corazón; tal vez me agité por los años, no sé, pero también supuse que ese día quedaría grabado en su memoria y eso me llenó de adrenalina y de vértigo. Y de repente ese maravilloso escenario verde apareció ante nosotras, sólo para nosotras, para que nos tomáramos de la mano y fotografiáramos con ojos y alma ese instante que recordaríamos una y mil veces, inevitablemente. Mi hija conoció a su otra familia, que no podía parar de sonreír, de ser feliz a pesar del resultado adverso. La cuenta regresiva, el reloj en cero y la explosión de fuegos, luces y recuerdos, de algo tan fresco y a la vez tan eterno. Y River me regaló, una vez más, un momento perfecto: mi hija, mi sangre, mi herencia, rompió en llanto desconsolado y nos fundimos en un abrazo emotivo y sincero. Cuando todo terminó, los hinchas que estaban delante nuestro (con quienes habíamos creado ese hermoso vínculo implícito que dura todo el encuentro) nos despidieron con las palabras más bonitas para cerrar una noche memorable: "Lo más hermoso que vimos hoy fue ese llanto y ese abrazo". No sé quiénes eran pero les agradezco, porque para mí aquel mensaje fue de parte de todo River y quedó en mi corazón - y espero que en el de mi hija - para siempre.
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